FRENTES

Grito poderoso del Kun Aguero: ¡Urbanicen, la puta madre!



La casita de Kiki, hace meses, cobija a los más enanos del barrio, con actividades de apoyo escolar y arte. Desde sus retratos, desde sus trofeos y desde algún lugar, Jonathan “Kiki” Lezcano los mira hacer la tarea y remontar barriletes hasta el cielo, donde descansa junto a su amigo, Ezequiel Blanco. Ambos nacieron, por esas cosas del destino, en Villa Lugano, un barrio mediatizado por el gatillo fácil, la represión y el paco. Ambos murieron, por esas cosas de la Policía Federal, en el silencio general.

Si sus muertes, tres años después, son historias vivas, en todo tiene que ver Angélica, la mamá de Jonathan. Solo por ella, este caso no está guardado en el cajón que intentaron meterlo, acallando la causa y el dolor, como si no supiéramos de la mugre y el olor, de la gorra y el bastón.

La Villa 20 devino en noticia cuando sucedió la toma de terrenos en el Parque Indoamericano, con una cobertura mediática digna de la farsa actual, capaz de mentir u ocultar paraqué nada huela mal, tal como lo hacen con el cementerio de autos, perteneciente a la mismísima Policía Federal. Ahí, al costado de las cámaras que buscan capítulos para sus westerns villeros, descansa el depósito de chatarra que conforma la fisonomía de la villa desde hace décadas, llenando de plomo los pulmones de los vecinos y de ratas las arterias del barrio.

Ratas, aquí y allá, en la tira y en la televisión, huyendo de las verdades y de la indignación, porque seguimos perdiendo adolecentes asesinados por las fuerzas de “seguridad”, que van apaleando nuestra dignidad. Cuanta bronca en estas letras, en estos barrios y en estas palabras de Angélica, una madre del amor: “A mi hijo, lo mataron los milicos. Hace poco nos llegó un video en donde está registrado como lo mataban a golpes y él, agonizando, decía ‘llamen a mi mamá’, mientras los policías gozaban de su muerte”.

Kiki, o el enano, como solían llamarlo, ya no robaba. Y eso, para algunos, se volvió un problema, un problema de fácil resolución… Tenía solo 17 años y estaba recuperándose de su adicción al paco, cuando el oficial de la comisaría 52 de Lugano, Mario “Indio” Chávez, le recomendó a su familia que lo cuidara, para que no le pasara nada grave. Era marzo de 2009. Y las amenazas se repetían. La Policía lo paraba, como tantas veces a tantos de nosotros, para decirle “negrito, villero de mierda”. Y eso, claro, no era noticia, ni muchos menos, delito.

Ya el 7 de julio, mientras hablaba en un pasillo de su barrio con Ezequiel y su primo Sergio, se le acercaron dos canas: “Kiki, voy a ser tu sombra”, le dijo uno. El otro, cuando Jonathan levantó la cabeza, le sacó una foto con el celular. Un día después, Jonathan y Ezequiel se subieron a un remís que los dejó cerca del Hospital Piñero. Y nunca más volvieron.

Las denuncias por las desapariciones se registraron en una comisaría, en una fiscalía y en organismos públicos. Recién entonces, los medios empezaron a mostrar sus caras y sus nombres, pero el Juez Facundo Cubas, del juzgado 49, ordenó enterrarlos como NN, pese a que los registros de la fiscalía, de la morgue y del cementerio figuraban con sus datos.

Las familias se enteraron de las muertes recién el 14 de septiembre, dos meses y seis días después. Y el caso fue caratulado como “Robo de automotor”, ya que según las fuentes judiciales, se había producido un tiroteo cuando Jonathan y Ezequiel intentaron robarle la camioneta a Daniel Veyga, un policía perteneciente al DOUCAT, grupo policial especializado en espectáculos deportivos, que en ese preciso momento estaba de civil.
Un tiro en el cuello, otro en la frente, y uno más en la nuca. Dos para Ezequiel, y uno para Jonathan. Los chicos no dispararon ni una sola bala. ¿Un tiroteo en el que una bala ingresa por debajo de la pera y sale por la parte superior de la cabeza? El 28 de septiembre el juez Cubas cerró la causa y sobreseyó a Veyga, basándose en su declaración por escrito, y sin haber citado al remisero que los vio por última vez, ni a nadie de la comisaría 52, por las amenazas previas, ni al primo de Jonathan que presenció la última advertencia. Tampoco necesitó una pericia, para verificar si los jóvenes tuvieron en sus manos las armas. Solo se corroboró que las pistolas no fueron disparadas por ninguno de los chicos. Causa cerrada, y gato encerrado.

-¿Y el Estado?

-No tuve ayuda de nadie del Estado, nunca. Al contrario, ObsBA, la obra social, me lo metió en un neuropsiquiátrico, después de pasar una semana en el Hospital Argerich. No hay centros cerrados para los chicos, ni nada para poder ayudarlos. ¿Cómo le iban a pedir a mi hijo voluntad, si no la tenía ni para jugar al futbol? Así y todo, él soñaba que iba a jugar afuera del país, como los jugadores famosos, y que llegaría su oportunidad…
A fin del año último, anónimamente apareció un video que empezó a germinar un poco de justicia.  “Si no, nada hubiera sido posible. A partir de esto, se apeló a la Corte Suprema y en diciembre se reabrió la causa. Cuando en enero de este año se volvió a hacer un allanamiento en la morgue judicial, encontraron la ropa de Kiki y Ezequiel. Y el juez Cubas fue retirado de la causa, hasta que tenga el juicio político, al igual que los fiscales. Veyga está siendo investigado. “Ahora el caso ya no pertenece más a la Federal, porque también está comprometida”, explica Angélica.

-¿La justicia es accesible para los pobres?

-Los pobres no tenemos derecho a que se investigue. Hacer las once pericias que estamos realizando para comprobar los asesinatos, nos cuesta cuarenta mil pesos, aunque el Estado y los policías que ellos pusieron asesinaron a mi hijo. No hay justicia para nosotros; solo para aquellos que tienen dinero. Pero te puedo asegurar que por ser pobre, no voy a dejar de luchar.

La impunidad de las fuerzas de seguridad se construyó a través del tiempo, y hoy atraviesa toda la cotidianeidad de la Villa 20. “Luego de la muerte de mi hijo, la Policía detuvo un día a cinco chicos, a tres cuadras de mi casa. Me acerqué para hablar con el jefe del operativo y después de pegarme un empujón, me gritó que no me metiera. Entonces, cuando arranca el patrullero, me subo, porque les estaba pegando. Y a las dos cuadras, el que estaba manejando me dice: ‘Negra de mierda, ahora vas a ver cómo te bajo a patadas en el culo’. Ahí nomás, me bajaron y me empezaron a pegar. Y encima, me dijeron: ‘A tu hijo lo mataron por chorro, por delincuente, negra de mierda, negra hija de puta, te vamos a enseñar a no denunciar más a la Polícia”.

-¿Qué cambió en el barrio con la llegada de la Gendarmería?

-Acá, la Gendarmería está igual de sucia que la comisaría 52, porque te pega cuando te ve con una gorrita, o como mínimo, te para. Y los que se retiran hacen escuelita para los que vienen, enseñándoles como tratarnos. A mí, no sólo me sacaron a Kiki, dejándome esa marca que jamás se me va a borrar. Al disparar esa arma, me sacaron mis derechos, los nueve meses que lo tuve en la panza. ¿Pero saben qué?  No me mataron, al contrario, me dieron fuerza para seguir adelante, para que esto no pase nunca más. Hoy matan a los pibes como si nada, les pegan un tiro y después les preguntan cómo se llaman. Si esto no es impunidad, ¿qué es? Y todo, porque vivimos en una villa. A mi hijo y a Ezequiel, les tocó el gatillo fácil, pero no son los únicos casos; son miles y miles, entre tanta discriminación. Somos “zona roja” para poner un teléfono, pero cuando los milicos tienen que desaparecer a tu hijo, enterrándolo como NN, no somos “zona roja”. Para eso, somos el blanco perfecto.